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LA FIESTA

Quemaban cohetes y la onca se encogía bajo tierra a cada tronido. El cielo se adueñó de la noche. El chasquido del carbón mineral en las fogatas era visible ante la sordera impuesta de los tambores. Era una fiesta extraña, una fiesta de oscuras sombras ocultas en el alma, una fiesta perfumada con el almizcle de la venganza.
Desde donde me encontraba oía el rumor pesado, sordo, de las enlutadas, todas en corro, cogidas de la mano, con las cuentas de sus rosarios entrelazadas en los dedos. Sus rostros, apenas perceptibles, cubiertos por velos negros. Sólo sus ojos refulgían, aterradores, entre las llamas, constituyendo una sola mirada fija sobre el centro de la circunferencia. Se inclinaban y murmuraban sin cesar como si invocasen el advenimiento de un leviatán aletargado en las entrañas de la mina.
Los hombres danzaban semidesnudos al son del tambor. Sus cuerpos humedecidos se movían frenéticos, su pataleo cadencioso allanaba la aspereza del terreno. Adivinaba el castañeteo de la piedrecillas entre los dedos de sus pies, el gruñido ronco de sus corazones ávidos de sangre, bajo la coraza invencible de una memoria que los convertía en dioses de aquel paisaje. Los huesos de sus muertos, sepultados en la tierra, daban forma a otro Cristo, el verdadero.
Hasta mi nariz llegaba el hálito de las frituras que removía el cocinero, con su ceguera de ojos blancos mirando al infinito. Apoyaba su cojera sobre una muleta recubierta de tela sucia. Me acerqué a él y vi piel de pollo -tan raquítica- retorciéndose en la grasa hirviendo, como flores recelosas de la luna. Sintió mi presencia. Tuve la sensación de que me esperaba. Comenzó a hablar, sin preguntar quién era yo.

" Yo estaba allí, lo vi todo y nada pude hacer. Sólo queríamos alimentar a nuestros hijos, nunca nos amedrentó la piedra, nacimos para picarla, pero sin maíz y sin yuca se van las fuerzas. Créame señorito, no eran las bocas las que hablaban, eran los estómagos, se juntaron las frases y no hubo forma de callarlos. Y él no quiso decir nada, nos mandó la guardia con sus fusiles, ya sabe, esos que abren boquetes en la carne para que las palabras salgan silenciadas y se pierdan en la oscuridad. Bien perdidas, señorito, que ya nunca se las encontró.
Como ahora yo, cocinando, estaba la Gerarda, que para eso la dejaron estar entre los hombres. Estaba para parir, sabe, y quería dar a luz cerca de su marido, y la dejaron, sí, si guisaba para todos los mineros. Como yo estaba ella, con su gorda panza, paleando el agua sucia de la olla, cuando nos cañonearon. Y cayó como un tronco seco sobre las brasas, justo cuando la criatura quiso ver la luna. Yo nada pude hacer, señorito, créame, que una balacera me destrozó la pierna y quedé con los dientes pegados al polvo. Aún las veo, la Gerarda y su criatura unidas por un cordón de fuego que las consumía y sin pecados que merecieran tal infierno, las veo todos los días, aunque las botas de los soldados me volvieran del revés los ojos."

francis vaz        huelva

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